30 sept 2012

Un día "literalmente" de mierda

Hay días que se parecen. Los hay por montones en el año y transcurren sólo para llenar un hueco en el calendario, pero hay otros –y unos pocos- no sólo diferentes sino inexplicables y tanto, que cuesta masticarlos y posteriormente asimilarlos. El 12 de abril de 1996 que viví y expondré un renglón más abajo graficará lo que refiero.


No sé si el ingerir avena caliente en dos sorbos, el par de pitadas a un cigarrillo esperando en el paradero y con impaciencia a un bus que demoraría una hora y media en llegar a destino podría causar malestar, pero para ese momento de la mañana tenía una extraña sensación y por ende una inusitada desazón y algunos otros epítetos que también terminan en ón.

El anhelado bus apareció entre la niebla y mi mano derecha se agitó para detenerlo y tras subir y percatarme que no había lugar para posar las nalgas con esa misma mano me agarré a un barandal atestado de otras manos. Al son de fenecidas glorias del bolero, rostros somnolientos por doquier y el llanto de un bebé que pretendía teta de su mamá –y los depravados de su alrededor también- pasaron tantos minutos que no recuerdo cuándo me regresó la extraña sensación ni cuándo bajé del vehículo.

Pero sí, que al estar parado y en formación entonando el himno nacional en el patio de mi destino, uno de los tantos colegios que hay en Lima, sabía perfectamente a que se debía el malestar y maldecía para mis adentros la perorata interminable del director que me impedía hacer lo que tenía que hacer.

Un padre nuestro y un ave maría después –sí, era un puto colegio de curas- mis piernas galopaban al cuarto de servicios higiénicos. En ningún cubículo había PH y la mayoría de sus retretes ostentaban la mierda que sólo puede tener una institución que no pagó a tiempo las cuentas del agua y eso, me llevó a tomar la decisión de aguantar.

Bastó una hora para darme cuenta, ya sentado en mi pupitre, que fue una estupidez porque el que había sido un malestar era ahora un crónico dolor de ano, con punzadas en él, gruñidos fuera de él y una clara amenaza de lo que me aguardaba era una diarrea -y no cualquier diarrea-.

Con mochila en mano y la convicción de arrancar cuantas hojas de cuaderno necesite, salí desencajado. Tuve que parar en seco y apretar las nalgas hacia adentro -ante un claro síntoma de evacuación- para después seguir caminando y darme cuenta que los servicios higiénicos, tanto de hombres como de mujeres, estaban cerrados. Era momento de decidir y lo hice apretando tanto las nalgas que ya parecía Miss Colita ‘96. Salí de la institución inventando una excusa al cándido regente y sabiendo que lo que me aguardaba sería tan épico como la epopeya de Odiseo retorné a casa en bus, casualmente el mismo bus que me trajo y que ostentaba en la guantera la calcomanía “Dios te da paz”. Vaya que necesitaría esa gracia del Absoluto porque lo que se desataría más adelante sería el infierno.

Sentado, daba brincos no por los baches de la pista sino por los embates recto-fecales. Tenía que contener y tenía cuarenta largos e interminables minutos para ello. El calor era insoportable y las ventanas no podría ni abrirlas Schwarzenegger. Sudaba como velocista y tenía la presión tan baja que no sé cómo no desmayé. Una embarazada subió al bus, se ubicó a mi diestra y por no cederle el asiento vituperó contra mí. ¡Maldita gorda! ¡Cállate! Si tienes un hijo en brazos hubieses esperado un bus que no parezca una ratonera, pensé. Pero no calló hasta que le cedieron el asiento y yo, en un intento desesperado por dilatar el dolor ladeé mi cuerpo a la derecha para pujar levemente y dejar escapar un gas.

Fue tan mala idea como la estupidez de aguantar hacía ya cuatro horas porque en lugar de aire quiso salir otra cosa que felizmente tuvo un efecto retráctil. El bus se movía bruscamente, todo alrededor mío giraba, se revolvía y el dolor reapareció más fuerte que nunca. El insano “De sol a sol” de Salserín se apoderó del espacio, impregnando de tarareos las bocas de sus oyentes, y hubiese perdido la cordura de no ser porque desde mi ventana ya avizoraba un barrio conocido, el mío.

Tan cerca y a su vez tan lejos. Me costó una enormidad levantarme y bajar esos dos escalones hasta la acera y me costaría aún más caminar hasta mi habitáculo porque tendría que hacerlo como una geisha y porque además ya comenzaba a flaquear, a tirar la puta toalla. Sentía los latidos de mi corazón, ¿sería taquicardia? No, no podía darme el lujo de enfermar y otorgarle a la prensa el mórbido titular “Se tira la pera pero caga su pantalón y muere”. Falta poco, muy poco.

Comencé a sudar frío, las manos me helaban, me faltaba el aire. Cerré mis ojos y vislumbré mi baño, el angelical wáter que tanto añoro pero el empellón de una rauda y torpe mujer me despertó y proseguí con cautela y contrayendo mis nalgas. Cualquier movimiento brusco mancharía mi pantalón y cada segundo era un desafío capital, eran los momentos finales y no podía cometer algún error. 

Minutos más, minutos menos me veía frente a mi puerta de madera. Puerta que toqué sin parar y desesperadamente. ¡Abre! ¡Abre!, nadie respondía… caí en la desesperación. Di unos pasos y vi unos arbustos, pensé lo que creo que están pensando... pero no, tenía que aguantar. El dolor era ya crónico, era de cabeza, ano y estómago. Toqué una vez más sin parar, nadie, absolutamente nadie abría.

Formé -mismo dibujo animado- dos personajes imaginarios, uno me decía que espere, otro que diera rienda suelta a la asquerosidad. Opté sin pensarlo dos veces por la segunda alternativa. Segundos después mis maltratados pantalones pudieron ver en cámara lenta la puerta que se abría y a mi madre con una toalla en la cabeza.

3 comentarios:

  1. Buenísimo Jaime.......... me paso algo parecido pero sin ese final jeje

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  2. PENSE LO QUE CREO QUE ESTAN PENSANDOOO GENIAL!! MUY BUEN FINAL

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  3. jajajaaaaaaaaaaajajaja muy buena. Escribes lindo.

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